El armario de los esqueletos
Por: Pío Baroja
En el taller complicado
del anatómico experto
en disecaciones sabias
y en conservación de fetos,
en un armario profundo
con un ventanal estrecho
hay un viejo guardarropa
de unos tres a cuatro metros
que ocupan completamente
unos cuantos esqueletos
de mujeres y de hombres,
de jóvenes y de viejos.
Cuelgan estos armazones,
formados por blancos huesos,
de unos garfios que hay clavados
en la madera del techo;
unos parecen reír
con cierto mohín travieso,
otros tienen un empaque
de fatídicos espectros;
hay quien parece muy grave
y hay quien parece grotesco,
tipo de danza macabra,
como pintó el medievo.
Cuando la calle retiembla,
al cruzar con gran estruendo
esos camiones enormes,
que llevan terrible peso,
todo el guardarropa oculto
sufre un estremecimiento
que intranquiliza el cotarro
de aquel armario siniestro.
Hay esqueleto que mueve
las falanges de los dedos
y a quien le rechina el cráneo
con un lastimero acento.
Otro se siente jovial,
hay quien se siente flamenco,
y alguno se balancea
con un movimiento obsceno.
Parece que aún se distingue
sin las carnes ni el pellejo
al estúpido y al sabio,
al granuja y al zopenco,
y sin grasas y sin pieles,
sin bultos y sin trasero,
estos restos de homo sapiens
dan a la par risa y miedo.
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